"No hay que regalar las palabras nobles a los canallas" Osvaldo Soriano

"No hay que regalar las palabras nobles a los canallas"  Osvaldo Soriano
VIERNES - 7 pm - www.fmurquiza.com - FM 91.7

CIELO Y TIERRA en la Blogosfera

Hemos creado este blog, a partir de nuestro programa de radio "Cielo y Tierra", para intercambiar reflexiones, experiencias y propuestas.

Nuestra esperanza es que este encuentro favorezca la construcción conjunta de una comunidad sostenida por la solidaridad, el respeto mutuo, la promoción de los derechos humanos y la mejora en el sistema político en favor de una democracia plena.
Intentamos por Cielo y Tierra:

* Despertar la solidaridad, la reflexión, la toma de conciencia y el respeto mutuo, como ejes de una convivencia social en armonía, equidad y justicia.
* Fortalecer el juicio crítico y la conciencia social
* Difundir el pensamiento mariteniano aplicado a diferentes perspectivas que componen la sociedad, (cultura, política, economía, salud, ciencia y tecnología, diálogo ecuménico e inter-religioso)

Hagamos del encuentro una oportunidad para conocernos, enriquecernos y hacer posible una sociedad mejor para todos.
Te esperamos todos los viernes a las 7 de la tarde en www.fmurquiza.com FM 91.7 para compartir una charla entre amigos, acompañada de muy buena música étnica y literatura en nuestro idioma.

Claudia Santalla y Giselle Zarlenga

martes, 31 de julio de 2007

El país como modesto teatrito de títeres

por Fernando A. Iglesias

Fueron los hombres de la Revolución Francesa los que, intimidados por el espectáculo

de la multitud, exclamaron con Robespierre: ‘¿La República? ¿La monarquía? Yo no conozco otro asunto que la cuestión social’; y con ello, perdiendo las instituciones que

son el alma de la República según Saint-Just, perdieron a la propia revolución.”

Hannah Arendt, Sobre la revolución

Durante mucho tiempo los críticos han discutido sobre la naturaleza exacta del kirchnerismo. Elisa Carrió ha tomado los extremos por la norma denunciando sus tendencias fascistas y nazis. Muchos intelectuales marcaron, más moderadamente, sus rasgos de populismo caudillesco o lo llamaron, técnicamente, bonapartismo, para después entretenerse comparando la distancia que media entre Kirchner y Perón con la que existía entre Luis Bonaparte y el primer Napoleón. Todos tienen razón y todos se equivocan, ya que un monomaníaco cuya ambición central es la construcción de la propia leyenda posee una forma protomórfica y toma, como en un supermercado, algunas cosas de aquí y otras de allá.

Pero para calificarlo de fascismo, al kirchnerismo le faltan elementos que sí tuvo el peronismo hasta el día de la muerte de Perón: movilizaciones populares frecuentes y masivas, lucha interna entre facciones y –sobre todo– un entusiasmo genuino, un espíritu de época algo delincuencial pero romántico, que Kirchner está bien lejos de convocar. En su lugar, así como el peronismo fue una copia descolorida del fascismo, el kirchnerismo, mala copia de una mala copia, no tiene un militar verticalista a cargo sino a un verticalista militarista; no convoca grandes movilizaciones sino al precio de la gaseosa y el choripán; no genera una épica romántica sino cínica, condicionada a la contención del caos vivido en 2001 y al aumento del consumo familiar; no denota lucha interna entre sus facciones sino la que desarrollan la pingüinera y los advenedizos por el control de la cajita feliz. A menos que uno se tome en serio a Luis D’Elía, en cuyo caso lo mejor es llamar con urgencia a un doctor.

De aquí que la categoría de “neopopulista” le caiga tan bien a un enfermo de rousseaunismo como Kirchner. Así como el neoliberalismo rebajó una de las tradiciones políticas progresistas de la Modernidad a las teorías neoliberalistas que ven en el Estado democrático una amenaza a los intereses económicos de los poderosos, que sostienen como única política posible el laissez faire, que postulan al mercado como supremo territorio de realización de las potencialidades humanas, que reducen la libertad a libertad económica y la ciudadanía democrática a los derechos del consumidor; así el neopopulismo es una versión jibarizada del viejo buen populismo. Donde el populismo ponía un líder carismático capaz de convocar multitudes, el neopopulismo propone su versión domesticada, capaz sólo de convocar una clase obediente en los actos que prepara para los Homero Simpson que lo miran por TV. Donde el populismo aplicaba la violencia física, el neopopulismo exagera su violencia verbal. Donde había un entusiasmo y una euforia que prometían resistir al desgaste al que el tiempo somete a las ensoñaciones, hay ahora, afortunadamente, una expectativa fluctuante teñida de resignación y pronta a mudar de parecer al primer signo de cambio de época. Y así como la degradación del liberalismo en neoliberalismo está en la base de lo peor de los noventa, la transformación del populismo en neopopulismo pone un toque de esperanza a un panorama político permeado por la desafección. Después de todo, pasar de la tragedia romántica del fascismo a la comedia sainetesca del peronismo, y de éste al grotesco grand guignol del kirchnerismo, es un mérito no menor.

Dicen que a un hombre se lo conoce mejor cuando está borracho y el rostro verdadero se asoma detrás de las

inhibiciones que desmoronó el alcohol. No estoy muy seguro de esto pero sí creo que a un político se lo conoce mejor después de una gran victoria, cuando la sensación de incremento del poder deja caer la máscara y revela lo que haría sin las limitaciones impuestas por la realidad y el autocontrol. Por eso es bueno repasar lo sucedido desde el plebiscito promovido por el Presidente de la Nación en las elecciones legislativas de 2005, considerado triunfal por Kirchner a pesar de que el oficialismo obtuvo alrededor del 40 por ciento de los votos nacionales, guarismo bien por debajo de las primeras legislativas de Alfonsín y de Menem.

Y bien, apenas Kirchner se sintió legitimado, en un par de meses tuvimos el transfuguismo de Borocotó; el reemplazo de Lavagna con Miceli, de Bielsa con Taiana, de Pampuro con Garré; la renuncia y desrrenuncia de Bielsa; el pago adelantado al FMI mediante un decreto de necesidad y urgencia impuesto a través de sendos ultimátums al Banco Central y al Parlamento; la reforma desarticuladora del Consejo de la Magistratura; la validación de una reglamentación inconstitucional que permite seguir batiendo récords de decretos de necesidad y urgencia; la votación acelerada y sin debate de un paquete legislativo fundamental que incluyó una ley de emergencia económica aún más permisiva que la de 2002; la hora y media de reprimenda de Cristina Kirchner a Scioli, vicepresidente de la Nación y presidente del Senado, transmitida en directo por Canal 7; la descalificación reiterada por parte de Kirchner y sus voceros gauchescos y compadritos a la prensa y a la oposición; la burla a Carlos Menem en su asunción como senador y el escarnio a De la Rúa a través de una performance actoral del Presidente, el jefe de Gabinete y la ministra de Economía, desarrollada en la Casa de Gobierno con la troupe de Tinelli. Así es Kirchner cuando los Rovira no lo meten en líos y lo obligan a poner cara de buen perdedor.

De todas estas torpezas y bajezas, seguramente la más grave es la transferencia de potestades desde el Congreso al Ejecutivo con la excusa de la emergencia económica; una acción que la Constitución Nacional estigmatiza en su Artículo 29, que establece: “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias. […] Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la Patria”.

La descalificación sistemática de todas y cada una de las funciones e instituciones republicanas tiene un solo objetivo: un avance rápido sobre potestades y atribuciones ajenas que asegure a Kirchner el control hegemónico del poder gracias al voto popular interpretado como cheque en blanco. La historia está llena de intentos más o menos exitosos de liquidación de los demás poderes por parte del Ejecutivo. Tradicionalmente, la disolución de las Cámaras, en sus versiones más benévolas, o el incendio del Reichstag, en las más sanguinarias, constituyen el primer paso de toda dictadura. Sin alcanzar esta gravedad, Kirchner ha reducido el Parlamento, ese corazón palpitante de la democracia que describió apasionadamente Tocqueville, a mera escribanía del poder central. Una escribanía obediente a su voluntad y atenta solamente al papeleo legislativo. Y no lo ha hecho por necesidad, pues cuenta con mayoría en ambas Cámaras, sino por fidelidad a un modelo de conducción.

El menoscabo de las funciones y potestades ajenas ha incluido a los propios gabinetes ministeriales, imposibilitados de reunirse por una decisión presidencial cuyo objeto es ofrecer a Kirchner el centro de un sistema panóptico en que los ministros no ven, pero pueden ser vistos. La disolución de las

reuniones de Gabinete, única instancia en que los ministros tienen la posibilidad de adquirir un cuadro completo de la situación nacional a través del intercambio con sus pares, lo dice todo sobre la vocación kirchnerista de centralizar la información y el poder en una sola cabeza.

De allí se pasó directamente a la disminución de las calidades y autonomías ministeriales mediante la imposición de participar como comparsas tanto en las decisiones fundamentales como en las performances presidenciales en ShowMatch. Para no hablar de la prohibición de que los ministros se reúnan en ausencia del Presidente o de la liquidación de Bielsa y Lavagna, los únicos –con Ginés González García– con alguna independencia de criterio y cierto brillo político personal.

No existen rasgos que pinten mejor el estilo de Kirchner que el hábito de tocarles el culo a sus ministros. No metafórica sino físicamente, según refiere el periodista Darío Gallo en su blog. Tocarle el traste a quien no puede ni quiere ni se atreve ni tiene ganas de devolver la atención es un signo inequívoco de poder, cuya aceptación marca el tono de la gestión ministerial del cortejado.

Según fuentes confiables, las desavenencias entre Kirchner y Lavagna no empezaron con la negociación con el FMI ni con la denuncia de los sobreprecios de De Vido, sino la primera vez que “el lánguido” (como llama el Presidente a su ex ministro) respondió al acoso presidencial con un escueto: “Eso, conmigo no”.

Es conocida la escasa admiración que siento por Lavagna. No puedo dejar de pensar, sin embargo, que entre su recatada defensa de la dignidad corporal y el hecho de que haya sido el único ministro duhaldista que no se prestó como comparsa al escarnio de su antiguo presidente hay una profunda relación. Se trata del rechazo de una moral y un estilo barra brava según el cual lo importante es quién la tiene más larga y quién pone y quién recibe, y cuya elevación a método de gobierno no es extraña al renovado auge de patotas en los piquetes, en el Hospital Francés, en San Vicente, en los estadios, en las calles y en todos lados donde, inevitablemente, el micropoder copia los estilos del macropoder.

Casi todos los teóricos del federalismo mundial y la democracia global señalan que la soberanía de los Estados nacionales es heredera del poder soberano de los monarcas que fundaron las primeras naciones. No había entendido cuánta razón tenían hasta sufrir a Kirchner de presidente. En el esquema kirchnerista, el vicepresidente de la Nación, los diputados, los senadores, el presidente del Banco Central y los ministros y funcionarios son simples cadenas de transmisión del poder monárquico-soberano. No hay por qué sorprenderse, pues, de que la oposición sea presionada para que vote facultades extraordinarias para el Presidente, so pena de ser acusada de no dejar gobernar; ni de que se trate a los jueces como empleados del Ejecutivo, ni de que se pida públicamente al vicepresidente que controle lo que publica la prensa, ni de que ésta sea extorsionada por criticar las decisiones presidenciales, ni de que se la acuse de ser lobbista del FMI.

Sic, otrosic y recontrasic, esta enorme producción de dislates, que provocaría una cascada de denuncias y renuncias en cualquier país en serio, corresponde a una sola semana del kirchnerismo 2005 postplebiscito. Agréguese que, en opinión del Gobierno, una oposición responsable debería abstenerse de intentar acceder al poder político para evitar el regreso de los odiados noventa y se verá cuán cerca estamos de la definición que Hannah Arendt daba de la tiranía, caracterizada por la autora de Los orígenes del totalitarismo como “monopolio del derecho a la acción”. Se obtendrá también así un panorama completo del porvenir de la Patria, a la cual la oportuna alternancia entre los esposos K proveerá los dieciséis años de kirchnerismo ininterrumpido que este país está necesitando con desesperación.

Se equivocan pues los opositores que describen al Gobierno como neofascista, los periodistas que criticaron el apogeo del caudillismo nacionalista, los pensadores locales que mencionaron al bonapartismo y los intelectuales europeos que han acudido a las figuras de la autoridad carismática weberiana, la personalidad autoritaria adorniana y la hegemonía gramsciana. Todas estas argucias explicativas son demasiado modernas para describir el esquema de poder que ha instalado Néstor Kirchner, y que no es otro que la vieja y buena monarquía absolutista, propuesta hoy en su variante “democrática”, esto es, la monarquía plebiscitaria.

Una monarKía que sigue batiendo los récords de decretos de “necesidad y urgencia” establecidos por Menem por el simple hecho de que, como toda monarquía, se maneja por decreto real. ¿No se observa asomar, perfectamente encolumnada, su obediente legión de sirvientes y vasallos, los cuadros? ¿No se organizan sus nuevas cohortes y se reorganizan sus cortes? ¿No se admira por doquier la gracia de sus bufones televisivos? ¿No obtienen sus baronías provinciales y municipales, ya que no un derrame real, un derrame del Tesoro real? ¿No habla el rey por boca de sus pregoneros, en sus variantes gauchesca y compadrita? ¿No suben a su carro trashumante los transformistas y tránsfugas borocotizados? ¿No se ejerce un importante y bien pago mecenazgo cultural organizado por quien, ayer nomás, se deleitaba en ridiculizar con desprecio a los intelectuales orgánicos? ¿No habla y actúa el rey para su pueblo, ignorando las ceremonias impuestas por la democracia formal, ese fantasma, y salteando sus molestos protocolos? ¿No se alinea, apenas el monarKa lo sugiere, una guardia real enmascarada y armada contra los enemigos con esa nueva versión del garrote vil: el palo piquetero? ¿No se identifican sus caballeros, desde sus cancilleres a sus barrealfombras, con la inconfundible contraseña: “Soy hombre de Kirchner”? ¿No asumen y desasumen sus cargos los alféreces y tiemblan y callan los vicepresidentes ante las acusaciones de deslealtad de la reina?

¿Cómo asombrarse entonces de que el proyecto de la monarKía sea presentado como “proyecto nacional”, y los enemigos de la Korona sufran la acusación de ser enemigos de la Nación, unificada en el cuerpo y el espíritu del monarKa? Si la construcción de una república implica el paso del gobierno de las personas al gobierno de la ley, las restauraciones monárKicas implican exactamente lo contrario: la destrucción de la ley con el objeto de asegurar el gobierno discrecional del rey. Por eso, la fijación en la personalidad autoritaria de Kirchner es correcta pero improcedente. Los desbordes del Presidente no pueden ser comprendidos como uso irracional de un sistema sano de relaciones institucionales por parte de una personalidad exacerbada sino como una congruencia entre actor y sistema que resulta necesaria para sostener un poder antirrepublicano, antidemocrático, autoritario y centralizador: el de la monarKía. Una monarquía plebiscitaria y absolutista que fagocita al Estado en nombre del Gobierno y que es la contraparte inevitable de una democracia sin república.

Su signo no es el de la nueva política sino el de la vieja política resucitada. Su país no es un país en serio sino un modesto teatrito de títeres con un guión digno de la Commedia dell’Arte. Su preocupación no es la redistribución de la riqueza económica sino la concentración del poder político. Sus tiempos no son tiempos de república, sino de monarquía, cinismo y corrupción. ¡Honor a los Borbones, Habsburgos y Austrias, que jamás han pretendido ser de izquierda!


Fuente: Perfil - nota del domingo 29 de julio - "Una monarKía plebiscitaria"

No hay comentarios.: